En los años 20, un grupo de sapos parteros –una especie que vive y se reproduce en tierra– fue obligado a vivir en el agua. Según el autor del experimento, las crías se acostumbraron al medio acuático, donde se aparearon. El resultado fue una tercera generación de estos anfibios que ya estaban empezando a desarrollar unas almohadillas negras en sus patas delanteras, un rasgo típico de especies acuáticas.
Hasta aquí todo podría parecer un exitoso capítulo de la historia de la ciencia, si no fuera porque el artífice de los experimentos, el biólogo austriaco Paul Kammerer, fue acusado de falsear los resultados inyectando tinta negra a los sapos para simular las almohadillas. Incapaz de defender sus resultados, Kammerer se suicidó en septiembre de 1926.
“Nunca pudo haber hecho los experimentos que afirmó haber hecho”, manifiesta a Sinc Jacques van Alphen, profesor emérito de la Universidad de Ámsterdam y autor de varios estudios que refutan el renovado interés por la labor científica de Kammerer.
Tras caer en descrédito, los hallazgos del biólogo, nacido en 1880 e hijo de un fabricante de instrumentos científicos, volvieron a ver la luz con un libro del periodista Arthur Koestler de 1971 en el que se sugería no solo que Kammerer fue víctima de una conspiración antisemita, sino que en realidad fue un científico adelantado a su tiempo. De hecho, el investigador de la Universidad de Chile Alexander Vargas le considera ahora el padre de epigenética, la ciencia que estudia cómo los cambios en el ambiente imprimen alteraciones en los individuos.
“La evidencia del papel de la epigenética en la evolución es escasa o inexistente. Si Vargas tuviera razón, Kammerer también habría sido la primera persona en proporcionar esa evidencia”, dicen Alphen y Jan W. Arntzen, del Naturalis Biodiversity Center, en un estudio publicado recientemente en la revista Contributions to Zoology.
Kammerer, licenciado en biología en la Universidad de Viena, centró sus trabajos en alterar la reproducción y el desarrollo de lagartos, anfibios y otros animales. Fue contratado en su universidad siendo aún un estudiante. Eso pudo hacer que el joven se sintiera presionado para producir buena ciencia porque tanto sus directores como sus colegas de la Estación de Investigación Biológica era científicos famosos.
Hace un siglo, Kammerer, que abogada por el lamarckismo (teoría sobre la evolución adaptada al entorno defendida por Jean-Baptiste Lamarck), publicó sus primeros trabajos. Según él, en dos especies –la salamandra y el sapo partero–, los cambios parecían transmitirse de generación en generación.
Hasta el año 1923 Kammerer trabajó en la institución austriaca y los últimos tres años se dedicó a dar charlas por Europa y EE UU. En 1925 le propusieron una plaza en la Universidad Estatal de Moscú donde se le encomendó la tarea de construir un laboratorio para el departamento de biología.
Pero nunca llegó a cumplir esa misión. Sus hallazgos empezaron a ser muy criticados. “Los resultados de sus experimentos invariablemente parecían mostrar que los animales que él estudiaba eran de plástico en su comportamiento reproductivo, color o morfología cuando eran desafiados con ambientes distintos al natural”, señala Alphen en su último trabajo.
El investigador revisó los estudios de Kammerer sobre las salamandras comunes y las ciegas, y concluyó que había cometido fraude también en estos estudios. En respuesta a Vargas, Alphen discutió todos los experimentos de Kammerer para evaluar si la epigenética podría explicar los resultados. No sería el único. Otros como Hannes Svardal, de la Universidad de Viena, o Sander Gliboff de la Universidad de Indiana (EE UU) también cuestionaron a Vargas y a Kammerer.
En 1926, tras inspeccionar al microscopio el último sapo partero macho con almohadillas, el herpetólogo estadounidense Gladwyn Kingsley Noble demostró en Nature que las almohadillas del anfibio habían sido manipuladas con tinta negra, un hecho que el propio Kammerer confirmó a pesar de mantener su inocencia. Pero seis semanas después, el biólogo austriaco, sumido en una gran depresión, se pegó un tiro en un bosque cerca de Viena.
“La razón del suicidio solo la conoce el propio Kammerer, pero creo que no le gustó la perspectiva de ir a Moscú y no tenía futuro científico en su propio país o en el resto de Europa”, revela a Sinc Alphen.
La obsesión de Kammerer por publicar a toda costa no es un caso aislado en la historia. La rivalidad entre equipos de investigación, el afán por los hallazgos y la obstinación por ser los primeros ha enfrentado a muchos científicos.
Un ejemplo fue la lucha que protagonizaron los paleontólogos estadounidenses Edward Drinker Cope y Othniel Charles Marsh en la conocida como Guerra de los Huesos en el siglo XIX. Calumnias, destrucción de yacimientos, hurtos, mentiras y un sinfín de barrabasadas enredaron la labor científica de los descubridores de especies de dinosaurios tan populares como el diplodocus, el alosauro, el estegosaurio o el triceratops. Su enemistad les empujó a describir entre los dos un total de 142 nuevas especies de animales extintos.
“La rivalidad creció naturalmente a finales de la década de 1860, cuando ambos eran jóvenes científicos que buscaban formas de hacerse un nombre y de obtener financiación. Ambos eran ricos, aunque el dinero de Marsh provenía principalmente de su tío. La familia de Cope era rica y poseía una línea de buques mercantes”, cuenta a Sinc Jane P. Davidson, profesora de Historia del Arte en la Universidad de Nevada (EE UU).
Sin duda, el incidente que desencadenó el odio fue en 1868 la restauración incorrecta por parte de Cope del fósil del plesiosaurio Elasmosaurus platyurus, una especie de reptil marino de 14 metros de longitud que vivió hace 80 millones de años. Aunque la principal característica de este animal era un cuello extremadamente largo, Cope, que tenía una idea preconcebida de cómo tenía que ser, situó la cabeza en el extremo equivocado: la cola.
El paleontólogo intentó encubrir su error comprando todas las copias de la revista que había publicado su reconstrucción, pero su equivocación le persiguió el resto de su carrera. Y de hecho pudo cometer más deslices, según un estudio. “Marsh se burló de él por eso y desde entonces dejaron de ser amigos”, comenta Davidson. Pero Marsh tampoco fue infalible: colocó un cráneo equivocado en un cuerpo de Apatosaurio y lo describió como un nuevo género, el Brontosaurio.
A partir de ese momento, la búsqueda de fósiles se convirtió en un asunto personal en el que no faltaron humillaciones y ataques mutuos. Cada uno de los científicos hizo todo lo que pudo para arruinar la credibilidad del otro. “Lo peor que sucedió, aunque no fue totalmente ilegal, fue la destrucción de posibles yacimientos de fósiles por parte de los hombres de Marsh para que los hombres de Cope no pudieran visitarlos”, señala a Sinc Davidson.
El yacimiento al que se hace referencia es el de Como Bluff, que se descubrió con la construcción del Ferrocarril Transcontinental en una zona remota de Wyoming y de cuyo hallazgo fue informado primero Marsh. El investigador envió dinero a los cazadores de huesos para que le encontraran fósiles y se los hicieran llegar lo antes posible. Cuando Cope se enteró, envió ladrones de fósiles al yacimiento para robar muestras.
Entre los dos acumularon tantos fósiles que incluso después de sus muertes se siguieron describiendo dinosaurios. De esos hallazgos surgieron el alosaurio, el diplodocus y el estegosaurio. Pero la recogida de huesos estuvo marcada por chantajes, sabotajes y espionaje.
“Cuando su pelea llegó a los periódicos, dijeron cosas el uno del otro que hoy hubieran sido calumniosas. Sus amigos estaban bastante avergonzados”, detalla la experta de la Universidad de Nevada, autora del libro The Bone Sharp: The Life of Edward Drinker Cope.
Durante 15 años, ambos paleontólogos, que financiaban sus propias expediciones, realizaron búsquedas frenéticas de especímenes de dinosaurios y otros vertebrados como peces, aves y mamíferos. “Algunas veces había incluso rivalidad por el derecho de nombrar un animal primero”, dice la investigadora.
En realidad, a pesar de enviar los nuevos nombres de especies al este del país por telégrafo mientras seguían en el campo, los científicos estaban encontrando y nombrando los mismos animales a la vez. “Lo fundamental para ellos era reivindicar: ‘Soy mejor en ciencia que él, y él es un tonto o algo peor, un plagiario”, subraya Davidson.
Fue Marsh con 80 nuevas especies quien terminó ganando la guerra. Pero debido a la enemistad entre los dos, algunos de los errores en la descripción de nuevos dinosaurios que cometieron ambos perduraron durante décadas.
Casos como los de Kammerer, Cope o Marsh siguen produciéndose en la actualidad. En 2002 se desveló que uno de los científicos más prometedores del siglo, el físico alemán Jan Hendrik Schön, había inventado la mayoría de sus resultados. Con apenas 31 años, parecía el artífice de uno de los mayores descubrimientos en nanotecnología y física de la materia condensada. Gracias a su investigación se crearía un mundo diferente hacia la electrónica orgánica.
“Lo más asombroso de Hendrik era que cada cosa que tocaba parecía funcionar”, decía Paul McEuen, de la Cornell University, en un documental que emitió la cadena británica BBC. Esto se tradujo en un prolífico número de publicaciones. El físico, que fue contratado en 2010 por los prestigiosos Laboratorios Bell en EE UU, cuna de once premios Nobel, llegó a producir un estudio cada ocho días de media. Muchos de ellos se publicaron en revistas como Nature o Science.
Dos de ellos tuvieron un importante impacto entre la comunidad científica, ya que se demostró la creación de transistores a partir de moléculas individuales. Fue aquí donde empezaron las dudas. Cuando Lydia Sohn, ahora investigadora de Ingeniería Mecánica en la Universidad de California en Berkeley, los analizó con detención, notó que los resultados de los experimentos eran idénticos y pensó que Hendrik pudo cometer algún error. Al consultarlo con McEuen, los científicos encontraron un tercer experimento en el que se empleaban los mismos datos. Ya no podía tratarse de una equivocación.
Sohn y McEuen, junto a otros científicos que se unieron a ellos, pronto hallaron más resultados duplicados. Tras una investigación de cuatro meses, se concluyó que el físico alemán usó de manera imprudente datos que había inventado deliberadamente. Además, ninguno de sus colegas había presenciado los experimentos y la información original para llegar a sus resultados había sido eliminada por Hendrik, según dijo, porque no contaba con suficiente memoria en su ordenador personal.
El niño de oro de la física, cuyo nombre sonaba incluso para el Premio Nobel, fue despedido después de ser acusado de 16 cargos de mala conducta científica. Dos años más tarde, la Universidad de Constance (Alemania), donde se había doctorado, le retiró el título, a pesar de no haber encontrado indicios de haber manipulado su propia tesis. En octubre de 2002, la revista Science retiró ocho artículos escritos por Hendrik. Nature lo hizo en marzo de 2003 con otros siete.
Fuera cual fuera la motivación de estos científicos para mentir, falsificar o engañar, no llegaron a alcanzar el prestigio que tanto anhelaban. En su lugar terminaron cayendo en descrédito. La integridad es la que ennoblece el trabajo, también en ciencia. (Fuente: SINC/Adeline Marcos)