Ciudad Perdida es un tesoro arqueológico que la selva tropical colombiana ha guardado durante cuatro siglos. El asentamiento precolombino se encuentra en lo profundo de la Sierra Nevada de Santa Marta, en la costa caribeña del norte del país. Arriba de las montañas costeras más altas del mundo, reserva de la biosfera por la UNESCO, se distribuyen más de doscientas terrazas circulares que fueron los cimientos de la civilización indígena de los tayronas.
“El sitio nos da una vista privilegiada hacia el pasado que nos permite entender cómo funcionó una sociedad indígena precolonial”, dice a Sinc Santiago Giraldo, arqueólogo colombiano que trabaja en la zona hace más de 18 años y que actualmente dirige el departamento Latinoamericano del Global Heritage Fund, así como la Fundación-Pro Sierra Nevada de Santa Marta.
Teyuna, el nombre original de este centro político, económico y social, desapareció en el siglo XVI por motivos que se desconocen. La influencia de los colonos españoles en la costa norte era tenue. A pesar de que no llegasen a 1.200 metros de altitud, se sospecha que sí lo consiguieron los patógenos que trajeron consigo del Viejo Mundo.
“Es un mal común en todas las Américas”, comenta Giraldo sobre las altas tasas de mortalidad de pueblos indígenas por enfermedades infecciosas. Este año, un grupo internacional de científicos confirmó otro capítulo en la historia: la salmonella hizo estragos con los aztecas a mitad del siglo XVI, tal y como demuestran los datos de ADN antiguo publicados en Nature Ecology & Evolution.
A partir de ahí, la vegetación salvaje se encargó del resto. También contribuyó a hacer desaparecer la zona la complicidad de otras tribus indígenas que pueblan las laderas, hasta que a principios de la década de 1970 los saqueadores de tumbas llegaron a la cima y rompieron el pacto de silencio. Durante meses, Florentino Sepúlveda y sus dos hijos Julio César y Jacobo vaciaron las entrañas de Ciudad Perdida, según relatan las crónicas del momento y confirma Giraldo.
Los guaqueros, como allí los llaman, bajaron cargados a la ciudad de Santa Marta, donde vendieron las piezas a coleccionistas. La familia quiso mantener las coordenadas de aquella mina en secreto, pero la gente bebe, y después habla, más de la cuenta. Otros saqueadores llegaron con ganas de hurgar y empezaron los enfrentamientos entre pandillas por el control de la zona. En una de esas peleas, murió Julio César y fue enterrado en aquel infierno verde, sobrenombre que le pusieron al lugar.
El patrón de los guaqueros Jaime Barón acabó con las trifulcas: anunció la ubicación de Ciudad Perdida a los responsables del Museo del Oro de Bogotá y propuso saquear la zona a medias. La dirección no se doblegó ante las tentaciones del guaquero mayor y dio aviso a los arqueólogos del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH). Al final, dos de sus hombres, el Negro Rodríguez y Frankie Rey, acompañaron a pie a una expedición de arqueólogos al yacimiento, que bautizaron con el nombre de Buritaca 200, en referencia al río que recorre la ladera donde se encuentra Ciudad Perdida y al número de asentamientos.
“Fueron jornadas muy largas”, recuerda a SINC de aquellos días Fernando Montejo, coordinador del grupo de patrimonio del ICANH, que no subió en aquel momento. Más tarde, en junio de 1976 empezaron los trabajos de excavación, conservación y restauración del yacimiento, que todavía siguen a día de hoy bajo la supervisión del ICANH.
En estos años se ha recuperado cerámica ceremonial y cotidiana de los tayronas como vasijas y copas; materiales líticos hechos de roca para la preparación de alimentos y otras tareas domésticas; restos orgánicos de carbón vegetal y algunas piezas de orfebrería que pueden verse en el Museo del Oro de Bogotá.
La zona es inabarcable. Se estima que solo se ha explorado un 10% de Ciudad Perdida, pero es que alrededor del yacimiento se han encontrado otros centenares más de asentamientos similares en un área de 3.000 km2, al costado norte y occidental de Sierra Nevada.
“Son como los principados italianos, que tenían un sustrato cultural común, pero eran independientes entre ellos”, describe Giraldo. El acceso a la zona era –y sigue siendo– tan remoto que al inicio los arqueólogos se desplazaban a la zona en helicóptero, un medio de transporte reservado ahora al ejército por razones de conservación del lugar.
El turista no se salva y también le toca caminar. Los primeros viajeros aparecieron en 1984, acompañados por Frankie Rey, que se convirtió al sector servicios. Uno de sus discípulos orgullosos fue Isidro, cuyos gemelos delatan la dureza del camino. Hace 30 años que sube y baja a Ciudad Perdida, primero como cocinero y porteador de alimentos, en una época en que no había mulas.
Isidro es un hombre sin un gramo de grasa, de pómulos huesudos y con unos bigotes que le rebasan la comisura. Tiene pocas arrugas y solo sus orejas grandes dan una pista de la edad que tiene.
Ahora Ciudad Perdida se ha convertido en “una de las mejores excursiones de varios días por Colombia”, promete la guía de viajes Lonely Planet sobre una experiencia en la que uno se siente como Indiana Jones.
Tal y como comprobó esta redactora, el asentamiento, construido entre los siglos XI y XIV, solo es accesible a pie en una ruta de unos 44 kilómetros, que debe hacerse obligatoriamente con guía en un mínimo de cuatro días. Los que prefieran tomárselo con más calma también pueden alargar la excursión hasta seis jornadas. En la versión corta, los más intrépidos suben en un par de días, al tercero visitan el yacimiento a primera hora y el resto del tiempo lo invierten en la vuelta al pueblo base.
Al día no se caminan más de 10 kilómetros, pero se madruga mucho para completar las etapas. El camino es húmedo y caluroso y está lleno de incontables senderos empinados que suben y bajan por las montañas de Sierra Nevada. En la estación húmeda, el barro alcanza las rodillas y la lluvia inunda el camino por la tarde. Algunos de los muchos ríos que aparecen durante el recorrido no tienen puente y deben cruzarse con el agua hasta la cintura, en una lucha contra corriente.
La aventura alcanza su punto álgido con la ascensión de las 1.260 escaleras irregulares, que ponen a prueba el esfuerzo final antes de que amanezca. Una vez arriba, el madrugón y el sol abrasador le hace creer a uno que ya es mediodía. No son ni las ocho de la mañana. Delante se extienden estructuras de piedra en forma de terrazas que son los restos de una de las ciudades precolombinas más importantes descubiertas en América.
El yacimiento ocupa unas 60 hectáreas, donde se cree que vivieron entre unas 2.000 y 4.000 personas en casas circulares de madera. Las terrazas más grandes se encuentran en la parte central, reservadas para los rituales y las personas más importantes de la comunidad.
Ciudad Perdida es “uno de los muy pocos referentes de arquitectura circular que hay en el mundo”, subraya Giraldo. En este asentamiento no había puertas ni cualquier otro obstáculo que dificultara el flujo de personas. “No hay áreas de exclusión, es una arquitectura de red donde lo importante es generar más conexiones”, continúa.
La persona más importante de la comunidad se situaba en el centro, en un punto que lo conectaba con todos los demás: “Esto es lo que la hace tan interesante y fascinante”, añade Giraldo.
La vegetación ahora es exuberante, pero antes había áreas abiertas dedicadas al cultivo, explica Montejo, en un terreno con condiciones complicadas como la inclinación y la fertilidad del suelo. “Estas comunidades tenían conocimiento específico para cultivo maíz”, explica sobre una de las especies de mayor relevancia en el norte de Sudamérica.
Ahora, en la cima de Ciudad Perdida hay soldados del batallón de alta montaña del ejército del país, que, armados y enfundados en uniforme de camuflaje, vigilan este patrimonio cultural de la región que sufrió la amenaza del saqueo y la actividad paramilitar.
Actualmente, la región es segura. Hay cinco agencias locales, con sede en Santa Marta y la vecina Taganga, donde los excursionistas pasan la noche anterior al inicio de su aventura, que tiene un coste de unos 200 euros. Desde allí, un todoterreno transporta al grupo hasta El Mamey (o Machete), al final de la carretera de Santa Marta, donde empieza el recorrido.
Uno no puede hacerlo por su cuenta, es obligatorio contratar los servicios de una agencia local que acompaña al viajero todo el camino y lo provee de comida y cama –o hamaca– con mosquitera, en poblados indígenas, que reciben 30.000 (unos 9 euros) por turista, en medio de la selva.
La Global Heritage Fund habla de un “aumento meteórico” del turismo que, en solo una década, ha pasado de 2.000 personas en 2007 a 23.400 el año pasado. “No estamos preocupados por el turismo”, aclara Giraldo, y añade que la capacidad de carga está en 44.000 personas.
Esta organización sin ánimo de lucro llegó a Ciudad Perdida en 2009 para trabajar conjuntamente con el ICANH, el Ministerio de Cultura colombiano y la Organización Gonawindúa Tayrona (OGT), en representación del gobierno indígena de las comunidades Kogui, Wiwa y Arhuaca que habitan en la Sierra de Santa Marta.
Los siglos no han pasado por estas tribus. Los Kogui son los que preservan la cultura más antigua y han dado la espalda a comodidades como la electricidad. Cuando uno se los cruza por el camino no intercambian ni una palabra. Es más, se esconden.
Para los indígenas las montañas son sagradas. El guía Isidro cuenta, sin perder el aliento mientras camina a buen ritmo, que una vez al año cierran la ruta para ceremonias de limpieza del yacimiento y otras tradiciones. Antes lo hacían en septiembre, pero la presión turística desplazó los rituales al mes de diciembre, que es cuando no puede hacerse la excursión.
Sin embargo, los indígenas no sucumben a otras presiones como desviar la ruta por otros senderos menos arduos o vender sus tierras a compañías extranjeras. “Ellos caminan cómodos en sus botas de agua y su traje blanco, sin una sola mancha mientras que los turistas que van de barro hasta arriba”, comenta divertido el guía Isidro.
Los arqueólogos solo descansan 15 días al año. “A medida que tenemos preguntas excavamos, no se trata de abrir todo”, comenta Montejo. En consonancia, Giraldo subraya: “Hemos intentado diseñar proyectos de investigación que sean lo más sensibles y sensatosposible con respecto a las creencias y percepciones que tienen la comunidad indígena acerca del sitio arqueológico”. Esta es la razón por la cual las tumbas no se pueden excavar. En relación al resto, Giraldo admite que “puede que en algunos casos la comunidad indígena se moleste”.
La Ciudad Perdida ha dejado de ser perdida, pero todavía es algo desconocida para la mayoría de viajeros y amantes de las aventuras. Si uno viaja a Colombia y se deja caer por el norte del país, sabe que tiene una excursión de cuatro días que no olvidará. Seguramente, esta experiencia se convierta en uno de los momentos más apasionantes del viaje. Uno empieza el recorrido con ganas de llegar al yacimiento, pero a la vuelta se da cuenta que, en este caso, y por cursi que suene: lo importante es el camino. (Fuente: SINC)