La producción, el tráfico y el consumo de estupefacientes no paran de crecer, como se ha advertido en la reunión anual de la comisión de drogas de la ONU en Viena. Los países están divididos entre los más y los menos punitivos. Numerosos expertos alertan de que seguir castigando el consumo propio es un obstáculo que fomenta los prejuicios y la discriminación.
Los restos de marihuana en uno de sus bolsillos le arruinaron las vacaciones que pasaba en una isla tailandesa, donde le paró un control de policía. Allí mismo le retiraron el pasaporte, al cabo de unos días recibió una citación judicial y lo metieron en un centro de internamiento a la espera de ser repatriado. Dos meses después regresó a casa y siguió fumando porros, como había hecho desde el instituto.
Esta historia –real– muestra las diferencias entre España y Tailandia. Mientras que en España el consumo propio está permitido, en el popular destino del sudeste asiático la sanción por tenencia de drogas es penal. Cada gobierno legisla a su manera. Por ejemplo, el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, bautizado como el ‘Trump asiático’, defiende la recuperación de la pena de muerte por posesión de drogas.
En general, los países más conservadores, populistas, autoritarios y con pocas garantías en materia de derechos humanos se han inclinado históricamente por la criminalización del consumo de drogas. Algunos ejemplos son Rusia, Irán, Egipto, Pakistán y Arabia Saudí. En el otro extremo están los países más abiertos a reformas y permisivos, como muchos estados europeos, Canadá y Uruguay.
A pesar de las particularidades de cada región, tres convenciones de la ONU han dibujado el sistema internacional de drogas para garantizar la disponibilidad de medicamentos fiscalizados –como los opiáceos para tratar el dolor– y limitar los fines médicos y científicos de estas sustancias.
Actualmente, numerosas instituciones y ONG, como la Comisión Global de Políticas de Drogas (GCDP), integrada por expresidentes de gobierno y de la que formaba parte el difunto exsecretario general de la ONU Kofi Annan, denuncian que las políticas actuales contra las drogas no funcionan. Las voces más críticas piden descriminalizar el consumo y posesión para uso personal, y pasar de la prohibición a una regulación gradual basada la evidencia científica y procesos participativos.
“Hay más producción y consumo de drogas que nunca, debemos pasar de la prohibición a la regulación”, afirma Michel Kazatchkine, enviado especial del secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre VIH y sida en Europa oriental y Asia Central. Este médico y diplomático francés considera “inaceptable” la prohibición actual de las drogas: “La brecha entre la evidencia y las políticas ha matado a mucha gente”.
Kazatchkine forma parte de la GCDP, que en su último informe de 2018 pone de manifiesto que “la criminalización del consumo y posesión de drogas para uso personal se reconoce cada vez más como un obstáculo y fomenta los prejuicios, el estigma y la discriminación contra personas y comunidades”.
Recientemente se ha celebrado en Viena (Austria) la reunión anual de la Comisión de Estupefacientes (CND) de la ONU para revisar la situación. Los países miembros, cuyos altos cargos gubernamentales se reunieron la semana pasada, continúan divididos entre los que apuestan por la penalización absoluta y los que piden virar el modelo hacia la descriminalización.
“Hay un enfrentamiento claro entre los gobiernos más y menos punitivos”, comenta Marie Nougier, responsable de investigación y comunicación del Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas (IDPC), una red mundial formada por ONG y profesionales de todo el mundo.
La conclusión de la sesión ministerial volvió a poner en valor el respeto a la autonomía de los Estados para promover “una sociedad libre del uso indebido de drogas”. Sin embargo, las ONG insisten en que este objetivo es imposible.
“Los representantes de la sociedad civil estamos aquí presentes para obligar a nuestros gobiernos a rendir cuentas sobre decisiones que toman en Viena y que luego impactan sobre el terreno”, cuenta Constanza Sánchez, politóloga de la Fundación ICEERS. “Los grandes temas no se están hablando”, añade sobre estos encuentros, y pone como ejemplo la penalización de la posesión de drogas y el cannabis: “Es el elefante en la habitación”.
En enero, el comité de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que asesora a la comisión de drogas de la ONU, emitió una carta en la que revisaba la evidencia científica sobre esta droga y sugería que el control sobre ella debería ser menos estricto. No obstante, en Viena se ha pedido posponer hasta el encuentro del año que viene la reclasificación del cannabis.
Hasta 275 millones de personas de entre 15 y 64 años, un 5,6 % de la población mundial, consumió drogas al menos una vez en 2016, según el último informe publicado en julio de 2018 por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). El mismo año, la producción mundial de cocaína y opio alcanzó cifras de récord. Además, el número de usuarios de marihuana sigue aumentando.
Sin embargo, la droga que más mata es legal. Los opiáceos, analgésicos para tratar el dolor que se venden con receta médica, fueron responsables de tres de cada cuatro muertes por consumo de sustancias psicoactivas en el mundo, según datos del informe mundial sobre drogas 2018 de la UNODC. De 2016 a 2017, la producción global de opiáceos aumentó en un 65 % alcanzando las 10.500 toneladas, la estimación más alta registrada por UNODC.
Los datos reflejan que el aumento del consumo con fines no médicos se ha convertido en “una epidemia” en Estados Unidos, donde cada día muere una persona por sobredosis de estas sustancias, y abunda en el mercado negro de países africanos y asiáticos.
Según el informe, “un creciente flujo de preparados farmacéuticos de origen incierto que está siendo destinado a uso no médico, así como el consumo y tráfico de polidrogas, está agregando niveles de complejidad sin precedentes al problema”.
El escenario y las cifras actuales han hecho resurgir las voces que piden superar el prohibicionismo. Algunos países apuestan por ello desde la década de los 1970 y en los últimos 15 años muchos más se han sumado a esta tendencia de despenalización del consumo. En cambio, los más críticos temen que se abra la caja de Pandora y aumenten las adicciones.
Según los partidarios de la despenalización, la criminalización ha supuesto una expansión de enfermedades infecciones por VIH y hepatitis C, aumento de costes económicos del sistema judicial, incremento de los niveles de violencia y consecuencias estigmatizadoras sobre las personas, muchas de las cuales ya son víctimas de abusos de derechos humanos.
Por ejemplo, numerosos estudios demuestran que las minorías racializadas sufren más persecución policial que las personas blancas, aunque no existan diferencias de consumo, como el caso de la mayor encarcelación de afroamericanos por drogas en Estados Unidos.
El informe publicado en marzo de 2016 por el centro británico Release La revolución silenciosa propone políticas de descriminalización, combinadas con inversiones en servicios sanitarios y sociales, que contribuyan a que las personas que consumen entren en tratamiento, mejoren los resultados de salud pública, se reduzcan costes del sistema judicial por crímenes y se proteja a los consumidores del impacto “devastador” de una condena criminal.
“Los datos muestran que hay más perjuicios relacionados con la criminalización que la descriminalización, que no implica más consumo”, advierten los expertos independientes británicos.
La posesión de drogas nunca ha sido un delito en España, cuenta la abogada Amber Marks, directora del Centro de Justicia Penal de la Universidad Queen Mary de Londres (Reino Unido), en un artículo de La revolución silenciosa. En el caso de la marihuana, el cultivo de plantas para consumo propio está permitido y en 1990 se admitió la adquisición colectiva para consumo de grupo.
Así nacieron los primeros clubes sociales de cannabis, que han proliferado en los últimos años. “En las últimas dos décadas el activismo, la autorregulación, las autoridades municipales y las decisiones judiciales han conducido a una situación en la que el cultivo y el consumo con fines no comerciales es una actividad arraigada socialmente extendida y no supone un delito en España”.
Según datos de 2016, Marks calcula que hay unos 500 clubes de cannabis en la península, la mayoría en Cataluña, seguida por el País Vasco. (Fuente: Núria Jar / SINC)