En el estado de Puebla, México, hay dos grandes catedrales y ambas tienen conexión directa con el cielo. Una es la Basílica de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, construida entre los siglos XVI y XVII y declarada en 1987 Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y la otra es el colosal Gran Telescopio Milimétrico “Alfonso Serrano”, ubicado en la cima del volcán extinto Sierra Negra, a unos 4.580 metros de altura.
Como su contraparte religiosa, esta maravilla ingenieril también incita el asombro y alienta a la peregrinación. Se trata del radiotelescopio más grande del mundo en su tipo: es extremadamente sensible y capaz de detectar objetos casi invisibles para los telescopios ópticos.
“El GTM es el proyecto científico más ambicioso de México –cuenta el astrofísico mexicano Miguel Chávez Dagostino, director científico de este instrumento que apunta a las estrellas–. Es un instrumento extremadamente complejo. Consiste en una antena de 50 metros de diámetro y 180 paneles que nos permite detectar aquello que no podemos apreciar con nuestros ojos: los misterios de un universo oscuro, frío y joven”.
La magnificencia de esta catedral científica se aprecia en la base misma del volcán, en el municipio de Atzitzintla, desde donde a diario parten los investigadores en camionetas después de abastecerse de provisiones: entre ellas, chocolates y bebidas azucaradas para adaptarse a las inclemencias de la altura y evitar mareos, problemas de respiración o desmayos. De hecho, se recomienda descender si ya se han pasado allí doce horas de trabajo.
Acceder al GTM –conocido por los lugareños como “Gran tamal de mole”– no es sencillo. Al dejar atrás decenas de capillas, estancias abandonadas, la persistente niebla, la soledad propia de la montaña y rebaños de ovejas que se atraviesan en los sinuosos caminos, se llega a un portón desde el cual se divisa un gran cono de hormigón y sobre él una gran oreja blanca que escucha al universo: el GTM, impulsado por el astrónomo mexicano Alfonso Serrano –conocido como “el pingüino” debido a su parecido al actor Danny DeVito–, quien en 2011 murió de cáncer pancreático.
“A finales de los 80 se comenzó a barajar la idea de construir aquí en México esta maravilla tecnológica –recuerda el astrofísico Raúl Mujica, del Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica (INAOE)–. Era una propuesta novedosa para la época. Se buscaron sitios en todo el país. Se valoraron diez montañas como candidatas y finalmente se eligió este volcán, la quinta cima más alta del país, conocido en la lengua náhuatl como Tliltépetl, debido a las características del terreno, las condiciones atmosféricas y sus cielos despejados”.
Este proyecto binacional entre el INAOE mexicano y la Universidad de Massachusetts Amherst, de Estados Unidos, finalmente fue autorizado en 1997. Después de 3.400 viajes de camiones con materiales, la apertura de una fábrica de cemento en las inmediaciones, un minucioso análisis del suelo, robos de paneles valuados en un millón de dólares y varios problemas de financiamiento, el GTM fue inaugurado en noviembre de 2006, si bien entró en operaciones en 2011.
A diferencia de los telescopios ópticos, el GTM no ve el universo. Más bien, lo escucha: en lugar de captar la luz provenientes de los más diversos cuerpos celestes, capta emisiones de radio emitidas por galaxias, púlsares, cuásares y demás estructuras espaciales. “Este radiotelescopio es tan sensible –advierte Chávez Dagostino, durante el recorrido por las entrañas del edifico– que escucha los murmullos más lejanos y antiguos de nuestro universo”.
Desde su inauguración, por ejemplo, con este instrumento científico –alto como un edificio de 20 pisos y con una superficie equivalente a la mitad de una cancha de fútbol profesional– se confirmó la existencia de la segunda galaxia más distante en el universo: G09 83808, que nació cuando el cosmos tenía menos del 10% de su edad actual, unos mil millones de años después del Big Bang. Uno de los instrumentos del GTM, el Redshift Search Receiver, incluso reveló la presencia de moléculas de monóxido de carbono y de agua en este antiguo y polvoroso objeto espacial.
“No deja de sorprenderme: hace más de 12 mil millones de años partió su luz y recién ahora la estamos detectando –afirma Chávez Dagostino–. Las estrellas nacen en oscuras nubes moleculares gigantes, regiones llenas de gas, zonas de muy baja temperatura. Pero son invisibles para nosotros. Por eso necesitamos instalaciones como el GTM: nos permite captar radiación electromagnética que proviene de cuerpos celestes que tienen muy baja temperatura. Con él podemos entender cómo se forman galaxias, estrellas y planetas y así conocer un poco más la biografía de nuestro universo”.
En 2014, esta instalación que pertenece al Sistema de Centros Públicos de Investigación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), ayudó a descubrir el agujero negro más masivo hasta ahora conocido –ubicado en la galaxia Holm 15A y que podría tener una masa mayor de diez mil millones de veces la del Sol–.
También reveló los secretos de una de las estrellas más populares en la ciencia ficción: Épsilon Eridani, conocida por ser la estrella del planeta Vulcano en Star Trek, además de aparecer en libros de Isaac Asimov y en el videojuego Halo. En la realidad, se encuentra a poco más de 10 años luz de la Tierra y es muy parecida a nuestro Sol, si bien es mucho más joven: tiene solo 800 millones de años. La cámara AzTEC del Gran Telescopio Milimétrico descubrió un anillo de polvo a su alrededor, un detalle que aporta información valiosa sobre la evolución temprana de otros sistemas solares en nuestra galaxia.
Una de las sorpresas que se llevaron los constructores de este proyecto científico, el más ambicioso de la historia de México, fue la de encontrar en la cima del volcán vasijas prehispánicas, probablemente llevadas por los antiguos habitantes de la zona como ofrendas a sus dioses. Lo que no les sorprendió a los ingenieros fue que el radiotelescopio no sufriera daños durante el gran terremoto que sacudió a Puebla el 19 de septiembre pasado. “No le pasó nada –señala Mujica, mientras se frota las manos congeladas–. Ni una grietecita tuvo. Es un búnker”.
Pese al frío y al sol que golpea con dureza, el escenario donde está emplazado el GTM es tan imponente que impulsó al director mexicano Hugo Félix Mercado a filmar aquí la película de ciencia ficción Cygnus sobre un joven astrónomo que descubre una misteriosa señal proveniente de la constelación de El Cisne.
Mientras aguardan para ver esta película, los científicos que trabajan aquí, tan lejos de la tierra y a la vez tan lejos del cielo, recopilan datos. Cada noche de operación del GTM produce unos dos terabytes de información. Aunque se espera que sean mucho más cuando en enero de 2018 este gran complejo científico que pesa 2.600 toneladas, gira sobre su base con una precisión de relojería, resiste ráfagas de viento de 250 km/h y costó unos 185 millones de dólares, comience a funcionar a toda capacidad.
Hasta ahora no le ha ido nada mal. El GTM se ha convertido en uno de los principales actores en una de las cacerías astronómicas más ambiciosas de la historia: aquella que busca observar los alrededores de Sagitario A*, el agujero negro que anida en el centro de nuestra galaxia. Junto a otros siete telescopios ubicados alrededor del planeta –como ALMA en Chile, el James Clerk Maxwell Telescope en Hawaii y el Observatorio IRAM Pico Veleta, en Sierra Nevada, Granada, entre otros–, forma parte de la iniciativa Event Horizon Telescope.
En su caso, busca detectar las estrellas que están cayendo a su interior, es decir, conocer al detalle cuál es la dieta de este monstruo galáctico, con qué se está alimentando este objeto que tiene cuatro millones de veces la masa de sol –en un radio de solo 6.700 millones de kilómetros– y donde, debido a su descomunal fuerza gravitacional, ni siquiera la luz puede escapar.
Se planea que esta colaboración internacional dure hasta 2022. Pero los investigadores del Gran Telescopio Milimétrico no están seguros de que vayan a llegar de la mejor manera a esa fecha. Ocurre que el proyecto sufrió recortes presupuestarios: casi 70 millones de pesos mexicanos, cruciales para que la gran oreja espacial de México no empiece a sufrir los primeros embates de la sordera. (Fuente: SINC/Federico Kukso)