Los camaleones se camuflan para mimetizarse con el entorno. Los antílopes tienen cuernos. Las mofetas liberan un líquido apestoso a través de glándulas ubicadas en su ano y la mayoría de las tortugas esconde su cabeza y extremidades en el interior del caparazón. Hace 140 millones de años, para defenderse de los depredadores, una especie de dinosaurio herbívoro hasta ahora desconocida desarrolló un curioso rasgo: el Bajadasaurus pronuspinax lucía unas largas y finas espinas que crecían de su lomo y cuello.

 

Nadie tiene idea de cómo fueron aquellos combates y luchas por la supervivencia, pero lo que sí saben los científicos que hallaron al norte de la Patagonia argentina los restos de este ejemplar, de unos 9 metros de largo, es que el animal era de lo más vistoso.

 

“Esta especie no se destacaba por su tamaño sino por otras características anatómicas particulares: espinas inclinadas hacia adelante que recorrían cuello y espalda como continuación de sus vértebras. Estaban cubiertas con fundas que sostenían largos cuernos con función defensiva”, cuenta a SINC el paleontólogo argentino Pablo Gallina, investigador del CONICET y de la Fundación Azara-Universidad Maimónides.

 

Desde 2010, este equipo de investigadores trabaja en una zona conocida como Bajada Colorada, al sudeste de la provincia de Neuquén, donde unos colegas habían encontrado pequeños restos de astillas de huesos de vertebrados y les recomendaron ir a echarles una mirada.

 

La primera campaña fue exploratoria: “Fuimos con protector solar, gorra, anteojos negros, cantimplora y nos pusimos simplemente a caminar –dice este científico–. Ese primer año sacamos cosas que por entonces ni sabíamos lo que eran y las mandamos al laboratorio del Museo Municipal Ernesto Bachmann, de Villa El Chocón”.

 

A mediados de 2013, Gallina volvió a esta localidad neuquina para estudiar los materiales. Y ahí, en el laboratorio, con los huesos ya limpios, se percató de que se trataba de una especie desconocida: eran los restos de un brontosaurio al que bautizó Leikupal laticauda.

 

Con el tiempo, los investigadores se dieron cuenta de que aquella zona de rocas color rojizo, ubicada entre los pueblos de Picún Leufú y Piedra del Águila, escondía aún muchos más tesoros. Los paleontólogos encontraron dientes de dinosaurios carnívoros y partes del esqueleto de un saurópodo desconocido que identificaron al divisar gran parte del cráneo y las primeras vértebras del cuello, de las que sobresalía una llamativa espina de 60 centímetros de largo.

 

Cuando estos fósiles fueron preparados y limpiados en el laboratorio, los científicos pudieron determinar que era una nueva especie. En esta ocasión, la llamaron Bajadasaurus pronuspinax: Bajada, en relación a la localidad de hallazgo, Bajada Colorada; saurus, que significa ‘lagarto’; pronus, ‘inclinado hacia adelante’; y spinax por ‘espina’ en griego. O sea ‘lagarto de Bajada Colorada con espinas inclinadas hacia adelante’.

 

Después de años de minucioso estudio, el trabajo científico al fin se publica hoy en la revista científica Scientific Reports, de acceso abierto.

 

Debido a los pocos elementos hallados, los paleontólogos no pueden estimar cuánto habría pesado este ejemplar. Sí saben que su cuello habría medido 2,5 metros y que era un ejemplar adulto, ya que varios de los huesos craneanos se encuentran bien fusionados, algo que no se ve en los fósiles de saurópodos más jóvenes.

 

Mientras que entre algunas especies de dinosaurios herbívoros de cuello largo su principal mecanismo de defensa consistía en la combinación de gran tamaño y crecimiento veloz, otras desarrollaron creativas estrategias, como colas de látigo, piel acorazada o mazas de hueso en la punta de la cola.

 

Bajadasaurus, del grupo de los dicreosáuridos, exhibía, en cambio, una serie de largas espinas con las que buscaba disuadir a los depredadores. Como recuerda el paleontólogo Sebastián Apesteguía, el primero en darse a conocer fue Dicraeosaurus, hallado por exploradores alemanes en Tanzania a principios del siglo XX. Pero el más representativo es Amargasaurus, descubierto por José Fernando Bonaparte –el prócer de la paleontología argentina– también en Neuquén en los 80.

Hasta el momento se han encontrado otras especies de este grupo espinoso: Lingwulong shenqui en China; Suuwassea emiliae en Montana, Estados Unidos; Brachytrachelopan mesai en el centro de la Patagonia y, un poco más al norte de esta región, Amargatitanis macni y Pilmatueia faundezi hallado en 2018 por el paleontólogo argentino Rodolfo Coria.

 

A lo largo de los años, sus llamativas espinas despertaron las más variadas conjeturas. Ciertos paleontólogos propusieron que regulaban su temperatura corporal. Otros aseguraron que las espinas formaban una cresta de exhibición que mejoraba su comunicación o que les daba atractivo sexual. También se propuso que podrían haber tenido una joroba carnosa entre las espinas, que les permitía almacenar reservas energéticas.

 

Pero los científicos argentinos se inclinan más por la hipótesis del mecanismo de defensa. “Pensamos que si solo hubieran sido estructuras de hueso desnudas o con algún recubrimiento de piel, habrían sufrido roturas o fracturas fácilmente con un golpe o al ser atacados por depredadores –advierte Gallina, primer autor de la investigación–. Por eso, en este nuevo trabajo sugerimos que habrían necesitado la protección de una funda córnea de queratina como sucede en los cuernos de mucho mamíferos, que le otorgaría resistencia y fuerza a estas delicadas espinas ante cualquier imprevisto”.

 

Hace 140 millones de años, la Patagonia argentina era muy distinta de lo que es hoy. No existía aún la cordillera de los Andes. Y los ríos iban al revés: corrían con toda fuerza desde el este para desembocar en el Pacífico, al oeste.

 

La zona de Bajada Colorada estaba dominada por praderas con poca humedad. Se trataba de un ambiente abierto en el amplio valle de un río, bastante cálido y comparable a las actuales sabanas africanas, pero con otra vegetación: helechos, equisetos, coníferas en forma de arbusto y algunas especies de las primeras plantas con flor. “Suponemos que este lugar era por entonces un codo de un río donde se fueron depositando los restos de varios animales”, dice el investigador.

 

A partir del estudio de los dientes y la mandíbula de 30 cm de largo, los paleontólogos concluyen que estos animales habrían pasado buena parte de su vida arrancando pequeñas plantas: “Gracias a la forma de las cuencas de sus ojos, cercanas al techo del cráneo, estos animales tenían la capacidad de observar su entorno mientras se alimentaban a ras del suelo”.

 

Bajadasaurus se suma ahora a las alrededor de 250 especies de dinosaurios halladas hasta el momento en Argentina. Si bien se han encontrado restos de norte a sur, la provincia de Neuquén es un verdadero paraíso de fósiles. Fue allí donde en 1882 se hallaron los primeros huesos de dinosaurios en Sudamérica.

 

“Se han descripto alrededor de 35 especies de dinosaurios en la provincia de Neuquén, a lo que hay que agregar las formas conocidas sólo por huellas fósiles y los ejemplares sobre los que no se han erigido nuevas especies por ser muy incompletos –advierte el paleontólogo Juan Ignacio Canale del Museo Municipal ‘Ernesto Bachmann’, de Villa El Chocón–. En los últimos años se ha multiplicado el conocimiento de nuevos dinosaurios y otros vertebrados debido a que cada vez hay más grupos científicos trabajando”.

 

Más que respuestas, el nuevo dinosaurio alienta nuevas preguntas. “La función de estas espinas neurales seguirá siendo un tema controvertido –dice Pablo Gallina–. Nuestra propuesta de la funda córnea es una más, aunque pensamos que es la más viable. No sabemos por qué existen diferencias en cuanto a la orientación y la longitud de estas espinas dentro del mismo grupo o cuáles eran sus hábitos alimenticios y demás aspectos de su paleobiología”. (Fuente: SINC/Federico Kukso)

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