Hagamos memoria: todo comenzó en 1976, cuando Bill Kaysing, un ignoto escritor estadounidense, tachó al alunizaje de montaje en su panfleto Nunca fuimos a la Luna: un timo americano de 30.000 millones de dólares. El resto del argumentario lo suministró en 1980 la Flat Earth Society —la asociación que defiende que la Tierra es plana— al acusar a la NASA de falsear las imágenes del “gran salto de la humanidad” con ayuda del cineasta Stanley Kubrick y el escritor Arthur C. Clarke.

 

Desde entonces el bulo ha crecido como bola de nieve. En 1999, según la encuesta Gallup, el 6 % de los estadounidenses creían en él; en 2013, ese porcentaje había subido al 7 % de acuerdo al Pews Institute. No son los únicos: el año pasado, el 57 % de los rusos consultados por el Russian Public Opinion Research Center expresó un similar escepticismo.

 

En España no hay estadísticas. Eugenio Fernández Aguilar, autor de La conspiración lunar, ¡vaya timo!, observa que hace una década “se escuchaban más voces disidentes, más personas que intentaban convertir débiles hipótesis en fuertes argumentos”. Este profesor de física lo atribuye su retroceso a que “se han refutado reiteradamente algunas de esas hipótesis y los medios han ayudado a divulgar los mecanismos de refutación”.

 

Nos centraremos en los factores que han hecho creíble la idea del timo lunar: las dudas sobre la objetividad de la fotografía; la confusión entre ficción y realidad; y la desconfianza en los expertos y las instituciones legitimadas para decir la verdad.

 

La argumentación de los incrédulos se basa en la viabilidad técnica del viaje tripulado a la Luna: las misiones Apolo, afirman, nunca se llevaron a cabo porque sus tripulaciones no habrían podido sobrevivir a las tormentas solares ni a los cinturones de partículas radiactivas que rodean la Tierra. Tales son sus premisas y no admiten prueba alguna en su contra.

 

En paralelo, denuncian las aparentes incongruencias de las imágenes tomadas en la superficie selenita. Argumentan que la bandera plantada en la Luna flamea pese a la falta de aire y que en el firmamento no hay estrellas; que debajo del módulo Eagle no se visualiza el cráter que deberían haber abierto sus motores; o que hay excesivas fuentes de iluminación y rocas marcadas con letras. El cúmulo de “anomalías” demostraría que se trata de vistas sacadas en un plató con actores en trajes espaciales, piedras terrícolas y un decorado con vistas del Mar de la Tranquilidad.

 

 

Todas las objeciones han sido desmontadas exhaustivamente por la NASA y un sinfín de expertos independientes. Hay un rasgo que distingue a esta teoría del resto de negacionismos: la apelación a fotos y vídeos no como testimonio de la verdad, sino como artificios engañosos.

 

La diferencia no es baladí. Al cuestionar fotos icónicas del siglo XX, los negacionistas embisten contra el aura de objetividad de la fotografía. Con su actitud amplifican las dudas sobre la neutralidad de la imagen fotográfica suscitadas por las denuncias sobre trucajes imputados a clásicos del fotoperiodismo (La muerte del miliciano de Robert Capa, por ejemplo) y por la irrupción de la imagen digital, mucho más fácil de manipular que un negativo fotoquímico. Tampoco ha contribuido a mejorar la credibilidad de las fotografías la afición de la NASA por retocar sus imágenes espaciales para volverlas más atractivas al público.

 

No deja de ser irónico que las mismas vistas por las que la NASA apostó para explotar su triunfo en el espacio se hayan vuelto en su contra. “Algunas fotografías del alunizaje fueron efectivamente retocadas”, afirma a Sinc Joan Fontcuberta, premio Nacional de Fotografía de 1998.

 

“Se trataba de retoques cosméticos, como dar más luz a una zona sombreada o borrar una antena que afeaba la composición. Estas intervenciones no son preceptivas en fotografía documental o científica, e indican que a la NASA le interesaba sobre todo el valor simbólico de la imagen y su impacto en la audiencia, es decir, prevalecía la construcción de iconos sobre la obtención de evidencias. Esas pequeñas manipulaciones ha acrecentado los recelos de los incrédulos. Pero se trata de acciones embellecedoras que no deberían desacreditar la fuerza probatoria de aquellas imágenes y de otras muchísimas sin retocar conservadas en los archivos de la NASA”, explica Fontcuberta.

 

La actual crisis de fe en la imagen se entiende mejor si aceptamos, recalca Fontcuberta, que una fotografía es una interpretación de la realidad, más que un reflejo de ella. Por eso su significado nunca será el mismo para todos.

 

Experimentos realizados con públicos diversos han verificado que una foto se lee en función del nivel cultural y educativo y “de las acciones que podrían asumir en respuesta a esa imagen”, señalan los investigadores David Perlmutter y Nicole Smith Dahmen en un artículo sobre la polémica visual del alunizaje. En vez de creer lo que vemos, concluyen, solo creemos lo que nuestros esquemas previos nos predisponen a aceptar.

 

Ese condicionamiento explicaría por qué las contundentes evidencias aportadas en los últimos años no han convencido a los negacionistas. En 2008, la sonda japonesa Selene fotografió el paisaje retratado por Neil Armstrong y sus compañeros, demostrando que no era una simulación; y en 2011, el Lunar Reconnaissance Orbiter avistó las huellas de los astronautas y el todoterreno del Apolo 17.

 

Si le sumamos la confirmación que los soviéticos hicieron con sus instrumentos de la trayectoria de las naves Apolo, ¿qué más pruebas pedir? Da igual, los conspiranoicos se aferran a las fotos del alunizaje y no dejan de escrutarlas en pos de la evidencia definitiva de la maquinación.

 

También es de índole visual el siguiente elemento del complot lunar; nos referimos a Capricorn One (1977), película del estadounidense Peter Hyams concebida antes de que Kaysing publicara su texto. Cuenta cómo la NASA programa un viaje a Marte que debe abortar por fallos técnicos. Los astronautas son trasladados en secreto a un estudio de televisión en el desierto californiano, donde graban un aterrizaje simulado en el planeta rojo dirigido a engañar a la opinión pública. Acto seguido, deben escapar para salvar el pellejo, pues sus jefes no quieren dejar testigos del bluff.

 

Fascinados con esta ficción paranoica, los terraplanistas se apropiaron de ella con la novedad de incluir a Kubrick y Clarke entre los artífices del fraude, posiblemente impresionados por las magníficas escenas lunares de 2001: Una Odisea Espacial (1969). Esta versión se fundió con las acusaciones de Kaysing, resultando en la teoría conspirativa que conocemos.

 

No era la primera vez que una ficción servía de materia prima a los fabricantes de conjuras. Los Protocolos de los Sabios de Sión, el supuesto plan judío para adueñarse del mundo, fueron urdidos por la policía de la Rusia zarista a partir de la narración de Maurice Joly, Dialogue in Hell Between Machiavelli and Montesquieu (1864).

 

Más tarde, en Estados Unidos, la leyenda urbana de los hombres de negro se apropió de las historias con alienígenas ideadas por la ciencia ficción. Huelga decir que la revelación de estos plagios no ha hecho mella en los creyentes en los bulos.

 

El tercer factor, quizás decisivo, ha sido la desconfianza social en las instituciones. Los recelos suscitados por el escándalo Watergate inspiraron Capricorn One y facilitaron que un escritor marginal como Kaysing y una asociación de lunáticos instalasen en la agenda pública una durísima impugnación a una de las instituciones más reputadas por su eficacia técnica y rigor científico.

 

Acusan a la NASA de fingir los viajes a la Luna por pedido del presidente Richard Nixon, interesado en desviar la atención pública de la guerra de Vietnam. Eso explicaría el final de las misiones Apolo justo después del Tratado de París que puso fin al conflicto: ya no era necesario continuar el engaño. Curiosamente, apunta Luis Alfonso Gámez, periodista bregado en la lucha contra las pseudociencias, los negacionistas pasan por alto un dato fundamental: “la carrera lunar era una competición tecnológica entre EE UU y la URSS, y por eso, una vez que uno ganó las misiones de los ‘Apolo’ dejaron de tener sentido”.

 

En cierto aspecto Nixon sí tuvo algo que ver en la repercusión de tan estrambótica sospecha. La pésima fama de un gobernante juzgado capaz de las peores marrullerías acabó por ensuciar a la NASA.

 

Sumemos la desilusión en la Era Espacial, promovida como la panacea de todos los problemas, desde la superpoblación al agotamiento de los recursos naturales. Con la cancelación del programa Apolo los sueños de colonizar el cosmos se evaporaron, y cundió la certeza en que la humanidad jamás abandonaría su planeta natal. Finalmente, los accidentes del Challenger y el Columbia socavaron la reputación de la NASA, tornándola más vulnerable a las suspicacias.

 

Visto en retrospectiva, el ataque a una agencia consagrada a la exploración del espacio anticipaba la incredulidad en los científicos que afloraría a colación del cambio climático. Hoy, las suspicacias se han extendido a la justicia, la profesión médica, el periodismo y los políticos, sospechosos todos de confabularse contra el bien común.

 

Los tres factores citados exponen la mecánica del pensamiento conspiranoico. A la manera de los mitos primitivos, compone sus fantasías armando un collage de hechos reales, percepciones sociales y ficciones especulativas, articuladas entre sí con arreglo a una lógica exageradamente causalista, donde todo está conectado sin dejar resquicios al azar.

 

De ese modo, los negacionistas mezclaron la retórica nacionalista de la NASA con las mentiras sobre la guerra de Vietnam; confundieron una producción de Hollywood con la astronáutica real; proyectaron las razonables sospechas en los políticos a todas las instituciones estatales; y radicalizaron el escepticismo en la imagen al punto de ver en la transmisión del alunizaje un show de Truman a escala planetaria.

 

El collage se difundió de modo fulminante a través de la red. “Internet ha propiciado que los negacionistas hagan comunidad”, certifica Gámez. Pero el periodista se cuida de cargar todas las culpas en la red, y ejemplifica la responsabilidad de los medios con “la difusión que en 2001 la cadena Fox dio a las ‘teorías’ de Kaysing en su documental Conspiracy theory: did we land on the Moon? La emisión dio alas a los conspiranoicos”.

 

Las fabulaciones se han propagado a países donde también se acumulan quejas y agravios contra las élites dirigentes. “En España no suelen producirse teorías conspirativas, pero hay un sector de la sociedad que consume lo que le llegue del otro lado de la frontera, especialmente de Estados Unidos y ciertos países latinoamericanos”, asegura Fernández Aguilar. A su modo de ver, la rebelión contemporánea contra las fuentes de autoridad ha dado lugar a que “se considere la proeza de la llegada del ser humano a la Luna como algo impuesto en los libros de texto”.

 

¿Cómo manejarse con los creyentes en la conspiración lunar? De entrada, cabe distinguir a los promotores de sus seguidores de buena fe. Fernández Aguilar propone hacer “caso omiso a estas personas sin argumentos, igual que a los terraplanistas. Los científicos, divulgadores y periodistas no deben perder energía con ellos, pues su tarea es informar de lo que el ser humano ha conseguido en tantos años de carrera espacial”.

 

Respecto de los segundos, la estrategia pasa por tratarlos con paciencia y respeto. Por eso, cuando la estrella de la NBA, Steph Curry, dudó en público del alunizaje, la NASA lo invitó a su sede para que viera con sus propios ojos las rocas traídas de la Luna.

 

“Ha habido y hay conspiraciones reales, pero eso no implica que todo sea objeto de conspiración, y esta es una de las cosas que debemos transmitir”, insiste Gámez.

 

En cuanto a la mejora del alfabetismo visual, Perlmutter y Smith Dahmen sugieren enseñar a los estudiantes “a desarrollar agendas o listas de verificación para saber cómo interrogar las imágenes y juzgar la evidencia que proporcionan”.

 

Advierte Jordi Dean en su libro Aliens in America que los bulos, al poner en jaque la verdad oficial y la realidad consensuada, obligan a los legos a discutir asuntos que antes dejaban en manos de los expertos, y en ese sentido tienen un efecto democratizador.

 

No le falta razón: cada día son más quienes se dedican a refutar las falacias paranoicas, enseñar a argumentar y promover el razonamiento científico. Otra cosa distinta es restablecer la confianza en las agencias estatales, los científicos, los periodistas y la justicia: eso se perfila mucho más difícil. (Fuente: SINC/Pablo Francescutti)

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